Jesús les habló otra vez en parábolas, diciendo: «El Reino de los Cielos se parece a un rey que celebraba las bodas de su hijo. Envió entonces a sus servidores para avisar a los invitados, pero estos se negaron a ir. De nuevo envió a otros servidores con el encargo de decir a los invitados: "Mi banquete está preparado; ya han sido matados mis terneros y mis mejores animales, y todo está a punto: Vengan a las bodas". Pero ellos no tuvieron en cuenta la invitación, y se fueron, uno a su campo, otro a su negocio; y los demás se apoderaron de los servidores, los maltrataron y los mataron.
Al enterarse, el rey se indignó y envió a sus tropas para que acabaran con aquellos homicidas e incendiaran su ciudad. Luego dijo a sus servidores: "El banquete nupcial está preparado, pero los invitados no eran dignos de él. Salgan a los cruces de los caminos e inviten a todos los que encuentren". Los servidores salieron a los caminos y reunieron a todos los que encontraron, buenos y malos, y la sala nupcial se llenó de convidados. Cuando el rey entró para ver a los comensales, encontró a un hombre que no tenía el traje de fiesta. "Amigo, le dijo, ¿cómo has entrado aquí sin el traje de fiesta?". El otro permaneció en silencio. Entonces el rey dijo a los guardias: "Atenlo de pies y manos, y arrójenlo afuera, a las tinieblas. Allí habrá llanto y rechinar de dientes". Porque muchos son llamados, pero pocos son elegidos». (Mt. 22, 1-14)
Acabamos de escuchar un texto hermoso y dramático a la vez. Ante la invitación al banquete, ante el ofrecimiento de la Salvación, están los que no quieren participar. Encontramos en ellos indiferencia, pero también fastidio, hostilidad y desprecio. Seguramente, las reacciones de aquellos a los que Jesús les narra la parábola.
Pero ante el hecho dramático del rechazo, Dios sigue adelante y no se rinde. Al contrario, la invitación se hace más universal, el anuncio más fuerte. Todos los dispersos y alejados son convocados, los que están en las orillas, los que están al costado. Todos tienen lugar en la mesa del Reino.
Claro que se trata de una convocatoria universal que tiene sus exigencias. A la mesa del Reino se invita a todos, la Salvación se ofrece a todos, pero no todos están preparados. Sí, tantos están a la mesa, tantos participan, pero sus vestidos son otros. Y el silencio, el silencio ante el Señor que los confronta con su verdad. Ese silencio más bien grita, grita la hipocresía de los que se sientan a la mesa del Reino sin querer asumir lo que eso significa.
Las dos parábolas de Mateo son invitación a revisarnos, a ver cómo caminamos en nuestro seguimiento a Jesús. Si aceptamos sentarnos a la mesa con todos o solo con algunos; si aceptamos participar dignamente del banquete o nos quedamos en las apariencias.
Padre Dios: sabés cuánto nos cuesta dejar nuestras comodidades y seguridades; sabés qué difícil es para nosotros aceptar a todos; sabés cuántas excusas ponemos para engañar a los demás y a nosotros mismos; sabés de nuestros silencios cómplices ante el mal, propio y ajeno. No permitás que nos evadamos, no permitás que rechacemos tu invitación. Que te podamos ver, Padre, con dignidad, revestidos de tu Hijo. Amén.
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