La revolución silenciosa

Por Guillermo C. Font

La luz, por débil que sea, vale más que todas las tinieblas juntas. Basta una cerilla para exorcizar toda la oscuridad de un cuarto y mostrar la puerta de salida. Como la fuerza de las gotas de lluvia sobre los inmensos incendios de la Amazonia: una gota hace muy poco, pero ¿no está la lluvia hecha de gotas? Muchas gotas, millones de gotas apagan en pocas horas el incendio más persistente. A veces, el eslabón aparentemente más insignificante es el responsable de la irrupción de lo nuevo, y lo pequeño produce lo grande. Es la fuerza invencible de lo pequeño.
Leonardo Boff - La paz y el efecto mariposa

Vivimos inmersos en una cultura que sobrevalora «las cosas grandes».
En la sociedad de consumo, para ser debemos tener, y para tener no nos queda otra alternativa que consumir, para lo cual hay que generar dinero. Cuanto más dinero obtengamos, consumiremos más, tendremos más y, por lo tanto, «seremos» más. Ésa es la razón por la cual hay que hacer negocios más grandes, para comprar una casa más grande, un auto más grande, un televisor más grande y, aun, para tener un currículo vitae más grande. Ésa es la causa por la cual el supermercado es mejor que el almacén, el shopping center es superior a la tienda, los modernos complejos de cines y teatros son preferibles a los cines y teatros de barrio, la gran ciudad es más importante que el pequeño pueblo. ¡Para ser «grande» hay que vivir a lo
grande! Es lamentable la adhesión a ese estilo de vida por parte de mayorías evangélicas en todo el mundo. Invocando la Biblia y a Jesús han construido una «cultura evangélica» que sobrevalora «las cosas grandes». Además de consumir acríticamente lo que les ofrece la sociedad de consumo, nos proponen —e imponen— mega-iglesias y super-pastores, enormes templos y auditorios, multitudinarios congresos, millonarios presupuestos y desbordantes agendas: toda una maquinaria con apariencia de eficacia que, en general, no promueve transformaciones profundas en las personas, ni en las iglesias y mucho menos en la sociedad, sino que se erige —no en sus discursos pero sí en sus prácticas— como un fin en sí mismo, funcional al status quo.
Jesús habló de su grupo de discípulos como la «manada pequeña», se refirió a su propuesta de vida como el «camino angosto» y comparó el reino de Dios con la «semilla de mostaza».
¿Qué quedó de todo ello? ¿Son pertinentes esas imágenes para el cristianismo evangélico del siglo 21?
Aunque las mayorías siguen atrapadas por la engañosa esterilidad de la ruidosa
maquinaria religiosa, existe una silenciosa red de comunidades de fe y de cristianos anónimos que —como minorías fieles— encarnan estilos de vida en transformación a la luz de la propuesta de vida de Jesús como Señor y Maestro de la vida.
En pequeñas y sencillas capillas, en casas de familia, en sus puestos de trabajo, en sus lugares de estudio, en asociaciones barriales, en partidos políticos, estos cristianos no viven sus vidas al compás adormecedor de las «nuevas modas evangélicas» sino a la vanguardia de la revolución silenciosa de Jesús: con una concepción integral de la vida humana y de la misión cristiana, comprenden la existencia como un continuo vivir cultivando relaciones de amor;
vulnerables, con luces y sombras, promueven la renovación de la mente, el cuidado del cuerpo, el fortalecimiento de las familias, la construcción de la sociedad y la protección del medio ambiente; sin exitismos ni sectarismos, comparten la vida como hermanos y amigos; reflexionan la vida a la luz del evangelio y éste a la luz de la vida; ejercitan la meditación y la oración de cara a la realidad; sirven al prójimo, priorizando a los menos favorecidos; dan testimonio de su fe con hechos y palabras; fundamentalmente, creen en el poder revolucionario y transformador que se
descubre al seguir las huellas de «la vida sencilla de Jesús de Nazaret», tal como la retrató un autor anónimo:
He aquí un hombre que nació en una aldea insignificante. Creció en una villa oscura. Trabajó hasta los treinta años en una carpintería. Durante tres años fue un predicador ambulante. Nunca escribió un libro. Nunca tuvo un puesto de importancia. No formó una familia. No fue a la universidad. Nunca puso sus pies en lo que consideraríamos una gran ciudad. Nunca viajó a más de trescientos kilómetros
de su ciudad natal. No hizo ninguna de las cosas que generalmente acompañan a los «grandes». No tuvo más credenciales que su propia persona. La opinión popular se puso en su contra. Sus amigos huyeron. Uno de ellos lo traicionó. Fue entregado a sus enemigos. Tuvo que soportar la farsa de un proceso judicial.
Lo asesinaron clavándolo en una cruz, entre dos ladrones. Mientras agonizaba, los encargados de su ejecución se disputaron la única cosa que fue de su propiedad: una túnica. Lo sepultaron en una tumba prestada por la compasión de un amigo. Según las «normas sociales», su vida fue un fracaso total. Han pasado veinte siglos... No es exagerado decir que todos los ejércitos que han marchado, todas las armadas que se han construido, todos los parlamentos que han sesionado y todos los reyes y autoridades que han gobernado —puestos juntos— no han afectado tan poderosamente la existencia del ser humano sobre la tierra como la vida sencilla de Jesús de Nazaret.
De esto se trata la revolución silenciosa: es la «fuerza invencible» de lo pequeño que produce lo verdaderamente grande.

Guillermo C. Font es director y editor
de la Revista Kairós y coordinador
del Departamento de Edición
de Ediciones Kairós

Algunas preguntas sobre la misión de la iglesia

Por Nicolás Panotto
Una de las preguntas históricas de la iglesia cristiana: ¿qué es la misión? Ella se hace ya que todo cambia. La iglesia cambia. El mundo cambia. Las personas cambian. Por ende, la misión cambia. Es un término construido desde una infinidad de interpretaciones, experiencias, contradicciones, falencias, esperanzas y errores históricos. Por todo esto, es una pregunta aún vigente.

De aquí mi deseo levantar algunos interrogantes que creo pertinentes para hacernos. Pueden parecer perogrulladas, pero justamente en muchas ocasiones encontramos las respuestas más profundas a través de los planteos más “simples”.
¿La misión agranda o abre la iglesia?
Se ha cuestionado mucho la comprensión “numerológica” de la misión, en donde se la comprende como la búsqueda de métodos para hacer crecer la iglesia. El “éxito” se mide por la cantidad de “almas” (palabra no inocente, ya que los cuerpos parecen ser solo paquetes caminantes) que ingresan a las filas de la congregación. Ya conocemos las consecuencias de esta mirada: iglesias repletas de gente desconectada entre sí, consumiendo de un modelo o un mercado religioso “a la última moda”. Las personas se fetichizan (no ellas mismas sino las estructuras), transformándose en un número más. Y tengamos cuidado: esto no sucede solamente en las llamadas “mega iglesias”. Es un imaginario muy corriente en el mundo evangélico en general, sea cual fuere el tamaño de la congregación.
La misión sí tiene que ver con el ingreso de personas a nuestras comunidades eclesiales, pero en tanto éstas se abran al mundo y se transformen en una comunidad de referencia y convivencia. La iglesia no debe buscar presas como un cazador. Su misión es ser un espacio que sirva al prójimo, que atienda a los desfavorecidos, entendiendo la salvación como esa acogida que irrumpe la rutina de la cotidianeidad mecanizada y la estrechez afectiva vigentes en nuestro mundo. Como la iglesia en Hechos 2, 41-47: debemos procurar vivir alternativamente, y que sea Dios quien añada.

¿Acaso la misión no tiene que ver con la gente?
Otra perogrullada, pero no tanto… Sí, la misión tiene que ver con la gente. Pero, ¿qué entendemos por “gente”? ¿Son acaso una masa homogénea, o un complejo conjunto de individualidades, instituciones y dinámicas? ¿Qué lugar tienen en nuestra misión? Pero sobre todo: ¿no son personas reales, de carne y hueso, con historias, emociones, traumas, alegrías, fortalezas, debilidades y necesidades? Muchas veces perdemos este sentido de realidad en nuestra misión. “La gente” pasa a ser receptáculo de nuestros romanticismos, idealizaciones, hasta dogmas y moralinas. ¿Pero comprendemos que todo lo que hacemos, decimos, pensamos y pronunciamos tiene que ver con personas reales que viven una cotidianeidad, tal cual nosotros y nosotras? ¿Practicamos una misión según lo que escuchamos y vemos de cada persona, o imponemos una agenda? Si lo que importa son las personas en tanto tales, ¿acaso no deberíamos dejar atrás tantas luchas intestinas por imponer (nuestros) “principios” y escuchar la realidad de “la gente”? Sí, es un “riesgo”: el riesgo de perder nuestro cómodo lugar de “centro del mundo” para abrirnos a la compasión, tal como hizo Jesús.
¿La misión es o se hace?
Ya nos habrá quedado claro que no existe la misión, como paquete predeterminado de prácticas, discursos y acciones. No existen modelos prefijados. Como dice Mateo 28,19, la misión es un “mientras vamos”, un caminar continuo, un proceso que se va viviendo, resignificando, reconsiderando, en la medida que sigamos andando. Quedarnos en un lugar, por más lindo y seguro que parezca, nos impide ver las bellezas que tenemos por delante. La misión es un envío constante al mundo, a la realidad en la que estamos, que siendo coherente con ese contexto complejo y en continuo cambio, se resignifica a ella misma, transformando sus prácticas y nociones fundantes (sea Dios, Iglesia, Evangelio, etc.) No es un paquete, un lugar (de poder), una forma, un discurso. Es un movimiento infinito que nos abre al mundo infinito que habitamos. La misión se hace en el camino.
¿Nos dejamos hablar por la misión?
Se habla de que la misión debe ser pertinente a nuestra realidad, que debemos comprometernos con la sociedad, con sus penurias… “para ser luz”. ¿Pero somos concientes de lo que ello implica? La sociedad con la que nos comprometemos posee una complejidad muchas veces ignorada por la iglesia; de aquí, sus respuestas facilistas a través de fórmulas o moralinas que pretenden dar una respuesta acabada a cuestiones demasiado complicadas. Al comprometernos con la comunidad, nos damos cuenta de que existen desafíos aún mayores, hasta desconocidos, por estar allí. Por eso la misión misma nos habla para su propio cambio. La gente, las experiencias, los fracasos y las complejidades que se hacen ver en dicho compromiso misional, nos interpelan. ¿Lo escuchamos? ¿Lo sentimos? ¿Respondemos a ello o seguimos estancados en nuestro “pequeño mundo muy feliz”?